El desafío de las licitaciones públicas en arquitectura: entre la competencia y la precariedad

El desafío de las licitaciones públicas en arquitectura: entre la competencia y la precariedad

En el mundo empresarial, sería considerado un crimen. En cualquier otro sector, resultaría impensable. Pero en la arquitectura, esta práctica es tan habitual que ni siquiera escandaliza, cientos de arquitectos trabajan semanas enteras, de forma gratuita, para presentarse a licitaciones públicas convocadas por el Estado, con la promesa de un único premio incierto, que puede o no materializarse. Y lo más grave, todo esto se perpetúa bajo la bandera romántica de la «vocación», para ganar reconocimiento, ser alguien para los egos frágiles.

¿Hasta cuándo se normalizará esta farsa?

Una ficción laboral disfrazada de oportunidad

En las licitaciones públicas de arquitectura, el gobierno convoca a concursos abiertos para el diseño de proyectos, centros culturales, edificios institucionales, escuelas, hospitales. En teoría…, se trata de una competencia limpia, donde el mejor diseño gana, aunque también esta cubierto de desconfianza y cosas turbias, como amiguismos, selecciones a dedo… Pero en la práctica, el panorama es mucho más turbio.

Para cada concurso pueden presentarse decenas o incluso cientos de arquitectos y estudios, que dedican semanas enteras cientos de horas a proyectar, modelar, presupuestar y presentar propuestas completas, sin ningún tipo de remuneración, ni siquiera simbólica. Y todo eso, con la esperanza de que su trabajo sea elegido por un jurado muchas veces cuestionable, bajo criterios opacos y con resultados a menudo impugnables o cuanto menos mas que cuestionables.

El resto, la inmensa mayoría, se queda con las manos vacías, solo el orgullo de haber cumplido con si mismos y vuelto a sacrificarse por la causa altruista, el propósito, el endiosamiento…, ¿Hasta cuándo vamos a aceptar estas condiciones sin exigir un cambio real?. No hay un pago por participación. No hay reconocimiento. A veces, ni siquiera se otorgan los premios secundarios prometidos, simplemente se declaran «desiertos», en una jugada que solo beneficia a la administración convocante, que se ahorra la mínima retribución acordada.

¿Qué pasaría si esto ocurriera en el sector privado?

Imaginemos por un momento que una empresa convocara a 100 estudios de arquitectura para diseñar su nueva sede, sin comprometerse a pagar a ninguno excepto al que «gane». Y que, incluso, se reservara el derecho de no pagarle a nadie si «ninguna propuesta convence». Sería escandaloso. Habría demandas, boicots, denuncias mediáticas.

Pero cuando el que lo hace es el Estado, parece que todo vale.

Esta modalidad de trabajo gratuito masivo sería inadmisible en otros sectores. Ningún abogado litiga gratis con la promesa de un posible contrato futuro. Ningún ingeniero diseña estructuras complejas esperando que tal vez, algún día, le asignen el proyecto. ¿Por qué, entonces, los arquitectos lo aceptan?

El chantaje de la vocación

La respuesta está en una palabra que ha sido tan sobrevalorada como manipulada: vocación. El relato institucional ha romantizado el trabajo del arquitecto como una especie de cruzada artística o social, donde el reconocimiento profesional y la oportunidad de «dejar huella» valen más que una remuneración justa. Esto esta tan normalizado que luego realmente toda la población sigue este cruel ejemplo, dando por sentado que el arquitecto va a realizar su labor por capricho, donde ya dan por entendido que nuestra labor es algo carismático, que presupuestos gratuitos, Nos enfrentamos a una cultura que naturaliza la precariedad hasta el punto de que señalarlo molesta más que ejercerlo. Algunos incluso se ofenden si se lo haces ver esto… Cuanto mas toleramos esto…

Esta narrativa ha sido tan eficaz que ha logrado que miles de arquitectos trabajen gratis durante años de su carrera, convencidos de que así se abren camino. Lo que en realidad ocurre es que se normaliza una explotación sistemática, amparada por el prestigio de trabajar para el Estado. Y aun peor a explotación de estudiantes en despachos haciendo concursos, en lugar de enseñarles la profesión como si tragar y como si la única forma de aprender fuera asumir trabajo duro y repetitivo sin cuestionar nada, es lo único que fuera posible en el menú.

Una estructura de abuso institucionalizada

Este sistema beneficia exclusivamente a la administración pública, obtiene decenas de propuestas de alta calidad sin pagar un solo peso por el trabajo de desarrollo. Además, se permite declarar desiertos los segundos y terceros premios, según le convenga. Y, en muchos casos, ni siquiera garantiza que el proyecto ganador se construya.

Así, se perpetúa un sistema basado en la precariedad, donde solo el 1% de los participantes accede a un eventual contrato, mientras el resto subsidia con su tiempo y esfuerzo el funcionamiento de la maquinaria estatal. en un mercado donde lo privado tampoco es que se mueva muy allá.

¿Cuál sería una alternativa justa?

Lo mínimo que debería exigirse es:

  • Pago por participación a todos los estudios que cumplan los requisitos de entrega, al menos para cubrir los costos básicos del trabajo realizado.
  • Cubrición total de los gastos de impresión, envió, maquetas, …
  • Obligación legal de adjudicar todos los premios prometidos.
  • Jurados con mayor transparencia y control externo.
  • Auditorías externas cuando se declare un premio «desierto».
  • Compensación por tiempo invertido en cuanto a cuotas de seguros y autónomos

Estas no son propuestas radicales. Son principios básicos de justicia laboral. Porque un concurso público no puede ser una lotería disfrazada de meritocracia.

La dignidad no es opcional

El sistema actual no es una expresión de competencia saludable, ni de vocación. Es un abuso estructural, legalizado y perpetuado por quienes deberían ser los primeros en defender la equidad profesional.

Es hora de que el gremio arquitectónico levante la voz. De que las asociaciones profesionales denuncien esta práctica. Y de que se legisle para que las licitaciones dejen de ser sinónimo de precariedad.

Porque trabajar gratis no es vocación. Es explotación.

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