En el ámbito de la arquitectura pública, hay algo tan común como escandaloso, la licitación desierta. El mecanismo es simple y perverso. El Estado convoca un concurso abierto, al que se presentan decenas o incluso cientos de arquitectos. Todos trabajan durante semanas, incluso meses, desarrollando propuestas completas, rigurosas, muchas veces innovadoras. Pero al final, la administración se guarda un comodín, declarar el concurso desierto exceptuando el ganador, alegando que ninguna propuesta alcanza el nivel técnico o formal mínimo requerido, no pagando ni segundos y ni terceros premios.
Así, nadie gana, nadie cobra, el Estado evita costos mínimos a costa del esfuerzo profesional no remunerado y después reclamas y tampoco pueden hacer nada al reclamar y el Estado se lleva, gratis, un muestrario de ideas, enfoques y esquemas…
“Su propuesta no alcanza el nivel técnico mínimo”
Esta es la frase que más se repite en los fallos que declaran una licitación desierta. Y es, también, una de las más insultantes que puede recibir un profesional que ha entregado un proyecto completo dentro de una fase de concurso.
Yo soy arquitecto. Tengo título, formación y experiencia. He trabajado con seriedad, dentro del marco establecido, cumpliendo con cada una de las bases. ¿Cómo es posible que una comisión diga que mi propuesta no tiene nivel técnico mínimo…? No estamos hablando de una entrega improvisada. Esto no es una entrega universitaria, es una fase conceptual, una base sobre la cual se puede trabajar, desarrollar y ajustar si se gana el concurso.
No se está eligiendo un proyecto construido, se está eligiendo una dirección de diseño. Y aun así, los jurados, funcionarios y colegas cuyos criterios de selección no siempre son públicos o claros se permiten rechazarla completamente, como si no fuera válida ni siquiera como punto de partida. Es directamente descalificativo. Es como decirte: “No eres arquitecto”. Y eso resulta profundamente ofensivo y frustrante.
Llamar a concurso para luego descartarlo todo: ¿negligencia o estrategia?
Esta práctica no es ocasional. Ocurre con más frecuencia. Y es difícil no sospechar que, en algunos casos, se trata de una jugada deliberada, lanzar un concurso, recolectar ideas, estudiar soluciones… y luego declarar el proceso desierto para evitar pagar los premios prometidos o justificar una adjudicación directa posterior.
¿Te imaginas que una empresa privada convocara 100 propuestas de diseño, usara el trabajo como referencia, y luego dijera: “Gracias a todos, pero ninguna nos convence, no vamos a pagarle a nadie”? Sería impensable. Pero cuando lo hace el Estado… ¿es normal?.
El concurso como simulacro: una estructura injusta desde su raíz
Además de los concursos desiertos, hay otro problema de fondo, la estructura entera de las licitaciones públicas en arquitectura está armada sobre la base del trabajo gratuito masivo.
¿En qué otro rubro profesional se exige a cientos de personas producir contenido de alto nivel, de forma gratuita, para aspirar a un único premio incierto? ¿Qué es un capricho unas olimpiadas, o una profesión…? ¿Dónde más es aceptable que el 99% de los participantes no solo no ganen, sino que ni siquiera reciban una retribución simbólica por el trabajo realizado, pero aun pagan recursos y dedican tiempo?
Y peor aún, cuando esa única posibilidad de remuneración desaparece porque el premio es declarado desierto, ¿Qué nos queda? Un simulacro de competencia meritocrática que es, en realidad, una estructura profundamente injusta» o «una práctica institucionalmente abusiva.…
No es una cuestión de calidad, es una cuestión de dignidad
Nadie dice que todas las propuestas deban ser premiadas. Pero sí que todas deben ser respetadas. Un jurado serio evalúa, compara, pondera. No descarta todo en bloque. Y si lo hace, es porque el proceso entero ha fracasado.
Declarar una licitación desierta con el argumento de que “ninguna propuesta alcanza el nivel mínimo técnico” es más que una crítica, es una descalificación profesional, un insulto, una negación del título y el trabajo de cada arquitecto que participó con responsabilidad y compromiso.
La vocación no puede ser usada como excusa para justificar la explotación profesional. Y como profesionales es dar voz a esta situación, no se puede seguir operando con esta impunidad técnica, legal y ética. Porque detrás de cada concurso desierto, hay decenas de colegas frustrados, silenciados, invisibles. Y eso, para muchos profesionales, constituye una forma de abuso sistemático.