Desde el punto de vista arquitectónico, el espacio construye relaciones. La forma en la que distribuimos habitaciones, plazas, calles o parques define cómo nos miramos, cómo nos rozamos, cómo nos encontramos. Lo mismo ocurre en la sociedad: la organización simbólica de los discursos, las leyes y los relatos también puede diseñarse para crear comunidad o para dividirla. Hoy, desde mi estudio, veo claro que España se ha convertido en un plano de conflicto, donde todo parece estar calculado para que no convivamos, sino que nos enfrentemos.
Cada vez que trazamos un nuevo conflicto ideológico (hombres contra mujeres, viejos contra jóvenes, locales contra inmigrantes, trabajadores contra empresarios, modernos contra tradicionales), levantamos muros simbólicos que fragmentan la sociedad en compartimentos estancos. No hay puentes, no hay galerías comunes: hay divisiones estériles. Todo está diseñado para que no podamos reconocernos como vecinos.
En urbanismo, cuando un plano está mal concebido, las personas no se cruzan. Los recorridos se hacen tóxicos, ineficientes, deshumanizados. Eso está ocurriendo en el plano simbólico de España. Vivimos en recorridos sociales que nos impiden ver al otro más allá de su etiqueta ideológica. Ya no se trata de debatir ni de convivir: se trata de ganar, de imponer, de anular.
Esto no es casual. Es una estrategia de distracción. Mientras las grandes decisiones se toman desde estructuras externas y se consolidan modelos de dependencia económica y política, el pueblo está entretenido en guerras culturales superficiales. Nos han convertido en usuarios de trincheras emocionales, donde cada uno defiende su parcela sin darse cuenta de que el terreno entero está siendo vendido.
Como arquitecto, me preocupa cómo esto afecta a la forma de construir comunidad. En las ciudades modernas, vemos urbanismos sin encuentro, pisos bonitos amontonados, reconversión de espacios destinados a actividades deportivas dentro de barios a mas viviendas por una crisis de vivienda y es solo apelotonar carne, calles sin bancos, viviendas sin patios, barrios sin plazas. El diseño físico refleja la fragmentación social. Las ciudades se convierten en espacios de tránsito y aislamiento, no de pertenencia.
En lo simbólico, la situación es aún más grave. Se legisla para crear fricción. Se promueven discursos de superioridad moral desde el poder. Las asambleas ciudadanas se convierten en decorado. Los debates públicos están secuestrados por algoritmos y polarización. No hay escucha, no hay construcción colectiva. Hay imposición desde arriba y lucha horizontal entre iguales.
¿Cómo se revierte esto? Redibujando el plano. Hay que volver a diseñar espacios que inviten al diálogo, tanto físicos como sociales. Hay que romper la lógica del enfrentamiento constante y construir lugares de encuentro, de mezcla, de negociación. No podemos seguir edificando una sociedad en la que todo esté pensado para que no nos veamos, no nos escuchemos, no nos entendamos.
En arquitectura, un buen plano no se mide solo por su forma, sino por lo que permite. Si el proyecto de país actual solo permite el enfrentamiento y la exclusión, entonces estamos ante un plano fallido. Y como en cualquier obra mal planteada, si no se corrige a tiempo, terminará por colapsar.
Mira, escucha y siente el contraste
A veces, una canción pop dice lo que la arquitectura calla.
“Call Me” no es solo un título, es una súplica:
mientras nos diseñan para no encontrarnos,
aún hay una voz que dice “llámame”.